Estamos educadas en intentar ser infinitas fuentes de dar: alimento, afecto, atención. Muchas veces, damos hasta agotarnos, sin contemplar la importancia de nutrirse y recibir. Cuando intentamos romper esa constante y darnos en primer lugar, sentimos culpa… evitamos pedir y, por ende recibir, por riesgo de mostrar nuestras vulnerabilidades y carencias.

Podemos transformar esas sensaciones y limitaciones en formas conscientes de autocuidado, comprendiendo que, si estamos en armonía y balance interno, lo externo se manifiesta de la misma manera. Eso incluye a la familia y el hogar, por la profunda vinculación energética del útero con la casa que la mujer gestiona.

El autocuidado consciente no es indulgencia, mimos o un distanciamiento que surge del hartazgo y la frustración. Por el contrario, es conectar y reconocer nuestras necesidades reales y cotidianas, que suelen ser bastante simples, pero que, si las satisfacemos asertivamente son suficientemente poderosas como para regenerarnos.

Es importante, a la vez, aprender y efectivamente poner límites, desde el amor y la consciencia de ser sustentables: dar, pero dejando resto, recibiendo a la vez y prestando atención a ese sutil equilibrio. Los límites más difíciles de establecer son los internos: aquellos que frenan los pensamientos intensos sobre el “deber ser” femenino, las creencias y mandatos profundos que enjuician a la mujer que no es eternamente dadora.

Darnos en primer lugar es fácil de pensar, pero difícil de concretar. Las demandas externas e internas aparecen constantemente. Por ello, necesitamos crear un espacio-tiempo de autocuidado cotidiano que nos ayude a observar y requilibrar. En ese espacio-tiempo estamos exclusivamente para nosotras, conectadas con lo que somos, compasivamente amándonos. Y aunque sean tan solo 5 o 10 minutos cada día, es suficiente para empezar. Luego, cuando vemos cuánto más podemos dar si primero nos damos, ese espacio de autocuidado se resguarda y crece naturalmente.

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